Hace unas semanas fui a desayunar con mi amigo Daniel.
Daniel es de los pocos hombres hetero en mi vida que siento que tiene una capacidad elevada de escuchar no solo con los oídos, y aunque es demasiado racional siempre hemos logrado tener conversaciones muy profundas y abiertas sobre el sentido de la vida.
Justo por esos días, yo estaba atravesando una de mis crisis que tanto me caracterizan. Crisis que me llevan a hacerme mil preguntas que empiezan todas con “por qué”. ¿Por qué estoy aquí? (planeta tierra y Barcelona), ¿por qué todo lo tengo que sentir tanto y tan complejamente?, ¿por qué no puedo pasar más de 3 meses sin perder cualquier noción de identidad?, ¿por qué me consume tanto la idea del amor?, ¿por qué no tengo la valentía de hacer lo que realmente deseo?, ¿por qué no puedo tener unos receptores cannabinoides menos sensibles para poder fumarme un porro de vez en cuando a ver si me relajo por primera vez en 31 años? En fin.
Tratando de explicarle a Daniel mi estado mental lunático, le dije algo como:
-¿Sabes qué es lo único que extraño de ser católica? Que tenía a quién rezarle.
Yo ni siquiera sabía que este pensamiento habitaba en mí y fue cuando vi la cara de desconcierto de Daniel que supe que tenía que explicarle tanto a él como a mi misma lo que acababa de decir.
A los 18 años me cuadré con el catolicismo y nuestra relación duró más o menos 3 años. Terminamos porque un día me desperté haciéndome la pregunta de si estaba metida en un grupo con modalidad de secta y la respuesta fue que sí.
El caso es que ahora, siendo todo menos católica, recuerdo mucho las veces que estuve en un santísimo y son recuerdos que inmediatamente me traen paz. Yo hablaba mucho con Dios, me sentía bien recibida en su casa y siempre me sentí escuchada. Tenía la sensación de que mis plegarias iban a un lugar concreto con nombre y apellido. Como si fueran cartas mandadas por correo, tenían una dirección y un destinatario. Lo que llegaba lo agradecía y lo que no, tenía claro que era por mi bien. Hoy, en cambio, lo que llega lo sigo agradeciendo pero lo que no, me hace cuestionar cada decisión que he tomado desde que nací. Me cuesta más llegar a ese nivel de fe. Sobre todo en medio de una crisis.


Creo que a lo que me refería cuando le dije eso a Daniel es que me hace falta sentir que alguien que todo lo puede me escucha. Que alguien omnipresente y todopoderoso está arriba muy arriba, viéndome llorar con cara de compasión y diciéndome que tenga paciencia porque soy su hija y me ama infinito y sin condiciones. Hoy me cuesta hacerme esa imagen y aunque tengo dos papás excelentes, me siento huérfana.
Y si, cuando me siento bien y en mis picos de euforia, yo misma me siento Dios y no necesito imaginarme a ningún señor con barba y aura de luz. Yo ya tengo esa luz y con ella me invento mis propios rituales, mis propios rezos y mi propio santuario. Son momentos hermosos en los que tengo cierta claridad (real o inventada, eso no importa) que me permite organizarme en este mundo terrenal y también en el espiritual. Pero esto se me pasa, y es cuando llega la oscuridad que también llegan las dudas. De si realmente debería estar confiando tanto en mí, de si estos rituales están haciendo alguna diferencia, de si todo esto no es más que un pajazo mental. Es ahí cuando empiezo a acordarme de mi ex, la Iglesia.
Se con certeza que no quisiera volver a esas doctrinas rígidas y extrañas para mi, por eso le pido a la vida que me lleve a nuevos santuarios. Que si yo soy Dios y Dios somos todos, me lo demuestre y que por favor sea literal. Que me enseñe a entender los mensajes del Universo pero no solo estando bien si no en la oscuridad también. Que me ayude a llegar a sitios donde pueda sentir la misma paz y sobre todo sentir que hay un receptor del otro lado. Que me inspire a crear mis propios escapularios con piedras del volcán. Que me de nuevas imágenes y referentes para ponerle una nueva cara a Dios. Que tenga cara de mujer y de animal. Esa cara que necesito evocar por las noches mientras le rezo antes de dormir, para poder despertarme pensando que la vida si tiene sentido.
La relación con Dios va más allá de pertenecer a un grupo. Este, al ser humano, puede ser imperfecto, estar equivocado o fallarnos. Pero Dios nunca falla. Y lo que sientes -a mi parecer y por mi experiencia- es la llamada del que todavía te ama, te busca y te escucha. Ser cristiana es cultivar una relación de amor con Jesús, la más bonita, plena y llena de sentido que puedas cultivar. Gracias por tu texto ❤️🩹
Que linda reflexión! Y sí, a veces me gustaría también volver a la fe inocente de hace algunos años, te entiendo y comparto.